No era fácil llegar a San Francisco y mucho menos a Potreros, un rancho que se levantó donde inicia la sierra con el municipio Del Nayar. Si bien ambos lugares no se ubican lejos de mi pueblo San Guadalupe, hace 40 años no había el transporte de ahora y se tenía que caminar varias horas por atajos, veredas tapizadas de monte, porque por la terracería se tardaba más, a menos que se llevara carro.
Mi casa paterna se ubica justo a la mitad de esos poblados y la ciudad. Por lo tanto cuando fui niño conocí a decenas y decenas de familiares: tíos, primos, que frecuentemente llegaban a la casa para esperar el camión que durante el día entraba a sus comunidades.
El parentesco con esas personas me venía por mi papá, nacido en San Nicolás, un rancho que ya no existe y cercano a San Francisco. Por su parte, mi mamá era oriunda de mi pueblo, por lo que debía estar preparada, casi diario, para ofrecer comida a los parientes que, como suele ocurrir cuando se va de visita, nos acariciaban a mis hermanos y a mi para entrar en plática. Mi tía Simona, hermana mayor de mi papá, solía acariciarme la nariz y los cachetes y se carcajeaba del cosquilleo que yo sentía. Luego me daba unas monedas e insistía en el parecido con mi papá.
La tía Simona era una señora gordita, sin ninguna arruga en la cara, de brazos cortos, siempre de reboso, usaba faldas hasta los tobillos y blusas de manga larga. Era una señora melancólica, lo mismo reía fácilmente que lloraba al recordar algún episodio triste de su vida. Si mal no supe, su esposo tocaba la guitarra en un mariachi.
El camión que venía de Potreros pasaba por San Francisco recogiendo gente, y la ruta llegaba a su fin en mi pueblo. De ahí se tenía que tomar otro transporte para seguir a la ciudad. Y lo mismo sucedía a la inversa.
Si la tenía Simona vivía en San Francisco, mi tía Tota y su familia tenían su casa en Potreros. Ésta última era todo lo opuesto a la primera: delgada y callada. Sentía sus caricias tímidas, moviendo sus dedos por mis cachetes limpios y mirándome con curiosidad poco expresiva. Las dos tías con frecuencia traían gallinas para regalar o huevos colorados de rancho.
Aunque en mi pueblo vivían más hermanos de mi papá, era difícil que las dos tías fueran a sus casas porque se encontraban retiradas de donde abordaban el camión para irse a sus pueblos. Y es que, dependiendo del carácter del chofer, arrancaba a la hora que le daba la gana. Por eso no fueron pocas las veces que salí corriendo de mi casa para alcanzar aquel destartalado camión y pedirle al chofer que esperaba a mis tías, que allá venían a toda prisa cargadas con bolsas llenas de mandado y mi papá ayudándoles hasta que subían.
***
Por cierto, tiempo después ocurrió un hecho cuya imagen guardo en mi mente con mucho cariño: frente a la puerta de nuestra casa se detuvo un camionetón viejo a la pite y pite. Fui, como siempre, el primero en asomarme y me topé con la carcajada de la tía Simona que se encontraba en la parte trasera de la carcacha. En la cabina, junto al chofer, vi a mi tía Tota, seria como siempre. ¡Había comprado una camioneta y fue un notición!.
El hijo de la tía Tota, que además era el chofer, comentó que había tomado la camioneta en una oferta. Era un chamaco de unos 16 años. Y siguieron rumbo a la ciudad.
Aquel día me pasé horas y horas esperando que regresaran. Me traje la comida junto a la calle para abrir la puerta tan pronto se estacionaran. No quería perderme ningún detalle. Tenía calculado que volverían entre las dos y tres de la tarde. Me había grabado perfectamente el ruidajo de la camioneta y la reconocería por lejos que transitara. Había pensado que nos propondrían llevarnos a San Francisco y a Potreros y que en la noche nos traerían.
Estaba por terminar la comida cuando reconocí el sonido destartalado del viejo camionetón. Venía lejos. Abrí la puerta y di un paso a la banqueta. A lo lejos reconocí a la tía Tota en la cabina, acomodando bolsas de mandado. Atrás venía la tía Simona, cubierta la cabeza con su reboso para evitar el golpe del aire. Sólo asomaba los ojos, me reconoció y movió alegremente su mano derecha para saludarme. A sus pies, tirado se encontraba el mandado que no podía levantar. El camionetón siguió de largo sin detenerse. Mi primo manejaba con el estéreo a todo volumen y el volante en una sola mano.
Días después supimos que aquel día de estreno mis tías no llegaron lejos. La camioneta empezó a echar humo y sus ocupantes bajaron lo más rápido posible. La carcacha no daba para más y en un gesto de vergüenza, la tía Tota ordenó a su hijo prenderle fuego; para ella era preferible decir que se salvaron de un incendio a que la camioneta los dejó tirados a medio camino. Era una señora firme y de vergüenza.
Pero no contaba con que la tía Simona no guardaría el secreto y la contó con detalles, su carcajada de por medio.
Aquellos días la tía Tota tomó una decisión que dibujaba su carácter: le pidió a su esposo endrogarse quién sabe dónde y compró otra camioneta, más nueva. Y de raite traía a su hermana Simona. Y yo las quería.
Aunque distintas, tenían muchas cosas es común, una de ellas el nombre de sus esposos: los dos se llamaban Antonio.
***
Tengo presente aquella noche que significó el distanciamiento en las familias, de plano y para siempre. Nos despertaron los gritos de mi tío Ambrosio, que venía a darle a mi papá una mala noticia: acababan de matar a Antonio, el esposo de Simona, en San Francisco, según le avisó el chofer de un carro que pasó por ese pueblo y que se negó a trasladar el cadáver a la ciudad. No quería problemas. La muerte era a balazos.
Los hermanos de la tía Simona, mi papá entre ellos, acordaron esperar a que amaneciera para tomar una decisión. Suponían que el cadáver ya había sido llevado a la ciudad para la realización de la autopsia.
Fui un niño que no se despegaba de mi papá y por supuesto estaba listo para arrancar a donde él fuera. No tenía más de siete años.
Por cierto, antes de que amaneciera aquella noche, mi tío Ambrosio regresó a buscar a mi papá. Traía puesto un gabán para el frío y debajo un machete para su defensa.
- Oye, ¿que también mataron a Antonio, el de Tota?.
- ¿Quién te dijo?.
- Vino un amigo de Potreros, que había oído decir eso.
- Han de estar confundidos, Ambrosio, porque los dos se llaman igual. El que murió fue Antonio, el de Simona.
- Pues si, yo también pensé lo mismo.
- Al rato nos vemos.
Mi papá no volvió a pegar los ojos. Era un hombre preocupón que sabía que la muerte de su cuñado podría traer más problemas porque la tía Simona tenía hijos grandes que quizás buscarían venganza. De alguna forma agradeció que sus hermanas ya no lo visitaran tanto, gracias a la mencionada camioneta.
Mi mamá también pensaba lo mismo y no hizo falta que me indicara que tenía que acompañar a mi papá aquel día, porque un niño siempre es un respeto.
El tío Ambrosio contrató un carro particular para que llevara a todos los hermanos a la ciudad, y yo incluido. Cuando llegamos al anfiteatro encontramos a la tía Simona sin risas, sin ganas de acariciarme la nariz. Lloraba aquella querida señora gordita, de ropas siempre largas.
Minutos después arribó la tía Tota, junto a sus hijos, todos llorando, incluido aquel que manejaba la camioneta.
- ¡Mataron a Antonio! –exclamó al fundirse en un abrazo con su hermana mayor, para luego buscar los cuerpos de sus demás hermanos-. A mí solamente me miró.
Extrañaba que llorara tanto por un cuñado. Además, por qué había traído a todos sus hijos si no era necesario. Y entonces la tía Tota indicó que el muerto era su esposo. Y supo, en ese momento, de la muerte del otro Antonio, el de Simona.
¡De golpe quedaron viudas mis dos tías!, en la misma noche, y por cierto sin que los dos crímenes tuvieran relación. Fue una macabra coincidencia.
La preocupación aumentó en la familia, principalmente en los hombres adultos. Las mismas tías aseguraron que los matones de sus respectivos maridos no se habían dado a la fuga. El mayor de los hijos de la tía Simona quería venganza y su cuerpo temblaba sin control. Era miedo. Mucho miedo. Me atrevo pensar que quería que alguien le dijera que mejor se callara.
***
Ese día viví la cercanía con la muerte. Se hizo traer un camión tipo cañero y en la tarima se colocaron los ataúdes de los dos concuños. Junto a ellos nos acomodamos los familiares, que ya sumábamos unas dos decenas. Por primera vez vi el rostro apagado de la tía Simona. Su hijo mayor seguía maldiciendo.
Cuando pasamos por nuestra casa, mi papá bajó del camión un momento para avisarle a mi mamá. Sólo ellos sabrían las tantas palabras para tener cuidado que mi mamá le dijo. Y seguimos.
Unas horas después fuimos acercándonos a San Francisco. Reconocí un parejo en la terracería y las polvorientas casas. De repente, mi primo, el hijo de la tía Simona se tiró al piso del camión, junto al ataúd de su padre. Y lloró como niño sin consuelo. Temía que también a él lo mataran.
Llegamos a San Francisco a eso de las cuatro de la tarde. Nadie, ninguna persona se encontraba en las calles. No había ruido, salvo el de nuestro viejo camión cañero. Parecía que los caballos tenían prohibido relinchar, los becerros bramar y los gallos cantar. Los perros, tan dados a ladrar a las llantas de los carros, los vi echados como si tuvieran sueño.
Yo tenía una orden de mi papá: no separarme de él ni siquiera un metro de distancia.
Cuando llegamos a la casa de la tía Simona, mi papá fue el primero en saltar de la tarima del camión cañero. Luego me dio la mano e hice lo mismo. Un viejito con flores en una mano y su sombrero en la otra era la única persona que esperaba el arribo del cadáver. Mi papá le pidió que calmara a mi primo, el llorón.
Varios hombres cargaron el ataúd al interior de la finca, uno de ellos mi papá, quien luego se arrimó una silla para sentarse. Yo me acomodé entre sus piernas. Hasta ahí llegaba él. No iría a Potreros, con el cuerpo de Antonio, el de la tía Tota, y lo mismo pensaba la mayoría.
Un gran pintor seguramente hubiera delineado maravillosamente el cuadro de la tía Tota siguiendo por la terracería, junto al ataúd de su esposo y rodeada por sus hijos, a alguno de los cuales el cansancio vencía aquella tarde. Hasta entonces descubrí que tres hombres, desconocidos siguieron en el camión, de pie y empuñando pistolas. Eran los cuñados de la tía Tota, envuelta ya en una estela de valentía, dispuesta a sepultar sola a su esposo.
Y es que ante hechos como el ocurrido no había cobardes, porque tampoco se trataba de morir como héroes. El mejor ejemplo de ello es que esa noche de velación en San Francisco, los mismos sujetos que asesinaron al esposo de la tía Simona, regresaron para matar al ya indicado viejito que no entendió la orden que había en el pueblo, de que nadie debería ir a velar al difunto. Él permanecía afuera de la finca, tomando café, y jamás he entendido una muerte sin razón como la suya.
Recuerdo haber escuchado balazos y el abrazo fuerte de mi papá. Y gritos, muchos gritos.
***
Fácil nos matan a todos si lo hubieran querido. Yo lloraba acurrucado en los brazos de mi papá. Alguien había cerrado la puerta pero era tan frágil que con una patada se hubiera venido abajo.
Nadie salió a ver el cuerpo del anciano. Era también morirse. La tía Simona y sus hijos interrumpieron el llanto para dar paso a la expectación. Todos queríamos vivir.
Aquella fue una noche interminable. El baño se encontraba en una esquina del amplio corral pero nadie tenía ganas de ir. No se tenían ganas ni para moverse. Menos de orinar. Cualquier ruido afuera de la casa nos hacía imaginar que por ahí seguían los matones.
Hasta que los primeros rayos del sol se asomaron volvió un poco la tranquilidad. Se escucharon las sirenas de patrullas de la policía. Gracias a Dios alguien dio la voz de alarma.
Con la llegada de los agentes se decidió dar sepultura al esposo de mi tía, con la protección que ellos brindarían. Así se hizo, lo más rápido posible. Mi tío Ambrosio pidió que en ese momento fueran a Potreros para dar sepultura al marido de la tía Tota. Los policías no aceptaron y casi todos nos venimos con ellos, en la caja de sus camionetas. Ellos dieron fe del cuerpo del anciano horas antes ejecutado y también fue sepultado, a un lado de mi tío político.
***
Pasaron varios meses sin que se tuvieran noticias de mis tías, que finalmente decidieron, por bien de sus familias, vender sus propiedades y dejar ambos pueblos.
Sin embargo, tiempo después se conoció que los matones de los concuños también pagaron con sus vidas. Sus cuerpos aparecieron bañados de plomo en sus parcelas. Mi papá dedujo que era obra de mi primo el llorón y de algunos otros de sus sobrinos. Por eso prohibió tajantemente más visitas de esos familiares en nuestra casa. Se los dijo a ellos. Y mi papá tenía razón. Las matanzas seguirían.
Y es que, se conoció después, aquel peculiar primo y otros más, uno a uno también fueron muriendo, abatidos, sepultados por la tías Simona y Tota.
La primera de ellas dejó de sonreír para siempre. Ya no sentí sus caricias en mi cara. Y la segunda, estoy seguro que ganas no le faltaron para vengar a sus hijos. Pero ya no tuvo fuerzas.