Esa noche en que su esposa yacía en un ataúd, le brotó decir a don Ismael: “¿por qué no me morí yo, Dios, en lugar de ella?”.
Don Ismael veía a sus hijos, casi todos niños, y se preguntaba cuánta falta les haría su madre a lo largo de la vida.
A esas horas se habían ido muchos que fueron al velorio de doña Reyes y don Ismael se arrimó una silla hasta el ataúd para que no se quedara sola.
Don Ismael le llevaba una decena de años y siempre dijo que nunca en su vida conoció a una mujer más hermosa, única, que ella. Su deceso fue durante un parto.
La noche del velorio, el rostro impresionantemente serio, gallardo, varonil en sus 40 años, ensimismado, en un cuarto que daba a un corredor y en el que se había quedado una viejita a continuar un rosario interminable, don Ismael se propuso que en su vida sería padre y madre para esos seis hijos huérfanos, tres de los cuales, pequeños, a esa hora dormían, ajenos a la muerte de su madre, mientras los otros tres sufrían y se abrazaban entre si.
El día siguiente fue más duro. El camino rumbo al panteón, en Puga, pasa junto a la casa de don Ismael, la misma donde en días pasados doña Reyes todavía cuidaba a sus niños.
“¿Por qué no me morí yo?”, seguía repitiendo don Ismael. Quería que todo acabara en aquel día de dolor.
No creía en los abrazos de quienes dan el pésame. Prefería el dolor en solitario.
Terminada aquella sepultura, hace casi 70 años, don Ismael regresó a su casa a pasar la primera noche sin doña Reyes. No durmió. No podía, ni quería. Tan pronto como cerraba los ojos los abría con coraje.
¿Cómo iba dormir mientras su mujer estaba muerta?
Sentía un dolor en el pecho y en el alma, y muchas ganas de llorar. Se alivió rezando, aceptando que tenía que hacer frente a su situación, ya no por él, sino por sus hijos.
Aquella noche sintió que su esposa Reyes recorría otra vez su casa, todos los rincones dirigiendo las tareas del hogar. La vio junto al comal de tortear y machucando los frijoles, la vio tendiendo las camas, persignando a los niños, doblando la ropa seca y limpia, guardándola en los cajones de una cómoda, sirviendo la cena maravillosa de estar todos juntos…
Todo eso ya no sería más, reconoció don Ismael.
Tuvo que tomar aire con fuerza para evitar que un grito saliera de su pecho. Un surco de dolor cruzó por su rostro blanco.
*
Don Ismael hizo cuanto pudo para sacar adelante a sus hijos, los cuales le heredaron una firmeza concentrada en la frente y en la nariz recta y grande.
No era gente de a caballo pero tenía uno, y en él se iba al monte a comer tacos “paseados”. Tenía una tienda de abarrotes y era el mejor comerciante del pueblo porque sabía entender a sus clientes. Al pobre le fiaba y jamás le cobraba. Decía a sus hijos que esa gente estaría agradecido con él toda la vida.
Y así era.
Al paso de los años las familias que habían dejado el pueblo lo buscaban para traerle regalos con afecto: quesos, adoberas, gallinas, chivos, un sombrero, una silla de montar. Se tomaba un refresco con los visitantes y le contaban de sus familiares a quienes hacía años él no veía.
Don Ismael hizo de sus hijos gente positiva, alegres, firmes pero sensibles, humanos.
Los enseñó a reír porque sabía que en su vida les haría falta la imagen materna.
Los enseñó a pelear porque a un niño lo defiende su madre y ellos no tenían.
Los enseñó a cantar y a bailar porque los que cantan y bailan viven mejor que los amargados. Los llevó muchas veces a la playa para que sintieran el mar en sus cuerpos, a ver esa agua vagabunda que buscan los enamorados y los poetas.
Los llevó a todos los lugares que pudo. A los arroyos para que vieran el agua que baja de los cerros y que nunca deja de pasar, a los circos para que vieran leones y trapecistas. Los llevó a jugar a los parques.
Les enseñó a leer novelas para que dejaran volar la imaginación. Les contó cuentos antes de que durmieran. Les mencionó fantásticas historias de sus padres y sus abuelos. Les habló siempre de su madre y de cuanto los quiso.
Los dejó jugar en la tierra y en la arena. Los dejó ensuciarse. Los enseñó a subir a los árboles de mango, y también a cortar almohaditas de guaparín.
Los vio bañarse en las aguas del canal de La Alcantarilla, en la cima del cerro de Puga.
Les dijo cuanto los quería.
Los enseñó a bañarse todos los días y a sembrar flores. A hacer columpios.
Los enseñó a quererse y no hay hermanos que se quieran tanto.
Les dijo que cuando fueran a misa rezaran, y si estaban en un baile bailaran. “A la iglesia se va a rezar y al baile a estar alegre, a tomarse un trago”, decía. No le gustaba que alguien estuviera en una fiesta sin bailar, sin reír.
*
A mi abuelo Ismael Camacho lo recuerdo entre sueños. Guardo una sola imagen de él: tenía unos cuatro años cuando fui a su tienda por un bolillo, como todas las tardes, recién bañado.
Con ceguera total, en silla de ruedas, me escuchó llegar y alguien le dijo que era su nieto.
“¿De quién es?”, preguntó mientras me buscaba con sus brazos.
“Es hijo de Petra”, le dijeron.
Me habló para que me acercara. Al tacto alcanzó una penca de plátanos que tenía cerca y me dio uno. Fue gratis el bolillo de esa tarde.
Aquellos días fueron los últimos de don Ismael. Murió cerca de los 90 años y sin dolor, sin quejarse. En esos momentos de adiós para siempre no se resistió a la muerte. Sabía que dejaba a sus hijos grandes, casados y que le habían dado nietos, y que finalmente se reencontraría con su esposa Reyes.
A don Ismael lo velaron donde muchos años atrás él veló a su esposa, y fue sepultado junto a ella.
“El tiempo fue nada en tantos años”, dijo antes de morir.
Don Ismael también había enseñado a sus hijos a llevar flores a la tumba de su madre. Son flores que ahora comparten.
Ahora me imagino a don Ismael contándole a su mujer toda la falta que le hizo, y a ella viéndolo amorosamente, agradecida porque cuidó a sus hijos.
Lo imagino guapo para doña Reyes.
Lo veo manejando su camioneta de tantos años y llevando a su esposa a su lado. Felices por una carretera sin fin.
*
Este relato fue publicado en el periódico Gráfico, el martes 11 de marzo del 2003. Mi mamá, protagonista de esta historia, vivía entonces y le encantó el escrito. Para ella, en su recuerdo.
(La imagen corresponde a La Alcantarilla, en la cima del cerro de Puga. (Foto: Óscar Verdín/relatosnayarit)