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Lun, Nov

La señora que fuma un cigarro a las 8 de la mañana

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* Hasta el momento no nos hemos dado los buenos días. Me ve y la veo. No tiene idea que hoy escribo de ella.

 

En los últimos meses, a las ocho de la mañana he encontrado de lunes a viernes a la altura de una esquina a una señora de algunos 63 años, pequeña, delgada, de complexión similar a una niña de quinto de primaria.

Suele cargar una bolsa grande en uno de los hombros.

Hasta el momento no nos hemos dado los buenos días. Me ve y la veo. No tiene idea que conozco bien las arrugas de su cara, sus ojos vivillos, y que camina un poco cargada hacia el lado izquierdo.

 

Para cuando llega la señora a esa esquina ya trae un cigarro prendido, apretado entre los dedos de una de las manos. Fuma, da ‘el golpe’ y arroja el humo que distingo en tonos entre azul y blanco.

Le veo el cubrebocas en el cuello.

Que yo pase a las ocho de la mañana por esa esquina no tiene novedad porque vivo cerca, pero me llama la atención la puntualidad de ella, que seguramente viene de lejos.

Mi hipótesis es que esta mujer es muy responsable y la hora de entrada a su trabajo como empleada doméstica es a las ocho, y si acaso llega unos minutos después.

Y pienso que lo del cigarro puntualísimo está vinculado con una parada de camiones a unos 100 metros de la mencionada esquina; es decir, apenas baja de uno de los minibuses y se dispone a prender el tabaco.

No encuentro otra explicación, porque si viniera caminando de lejos, el cigarro lo encendería en cualquier otra parte.

Me bastaría salir de mi casa tres minutos antes y asomarme hasta la parada de camiones para confirmar lo anterior, pero no es necesario. Doy por hecho que ella viene en el minibús que pasa por su colonia.

Ahora, aquí también resulta importante la puntualidad del camionero, que no falla en su ruta, y la solidaridad de su esposa, que todos los días madruga para tenerle listo un lonche cuando él sale a trabajar. Si uno de los dos se levantara tarde, posiblemente no encontraría a las ocho a la señora del cigarro.

Pero a lo anterior hay que añadirle el tráfico que no es pesado a esas horas, así que el conductor trae con exactitud a la protagonista de este relato.

Pienso que ese chofer nunca será infraccionado por retraso en su horario de servicio.

 

He pasado cerca de ella y, como les digo, nunca he oído su voz.

Le calculo un metro más 50 centímetros de estatura. Sus brazos son muy delgados, igual sus piernas, su cara, todo. Creo que pesa menos de 50 kilos.

Su cara es como del tamaño de una naranja mediana.

Esta señora se parece a alguien que conozco muy bien: debe ser hermana de la mamá de Ronponche, aquel singular personaje de mi relato Un Canto a la Vida, que forma parte del libro La Generación del Cacahuate, y que, por cierto, invito a los lectores de este reportero a adquirir:

“Vicente, aunque te digan que nos morimos, no vayas. Nunca regreses”, expresó con firmeza la mamá de Ronponche, hablándole siempre por su nombre.

Ya ella se encargaría de ajustar cuentas con quien se atreviera a bromear a costa de su hijo.

 

Sí. Estas dos señoras se parecen.

Es más, son más o menos de la edad porque la mamá de Ronponche tiene 60 años.

No sé si un día le diré que escribí de su puntual cigarro en la mano y de que pienso que es una mujer trabajadora.

Pero si al menos un día habláramos, le compartiría que hace 17 años por estas fechas oí una profunda reflexión de mi papá, magistral narrador, y que fue fumador desde muy joven: decía que mi mamá siempre le insistió que dejara el cigarro, una petición que no pudo cumplir. Sin embargo, ahora, enfermo, lastimados sus pulmones, no se le antojaba siquiera un cigarro.

Eso le diría a la señora.

Y agregaría que mi papá murió unas semanas después de pronunciar aquellas inolvidables palabras.

* Se pide a medios de comunicación NO plagiar las notas de Relatos Nayarit. 

 

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