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Sáb, Dic

El guapinol, paisano mío

Cuentos
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Algunos 150 metros antes de llegar al camposanto de Puga, por la salida que lleva a San Fernando, Pochotitán, Caleras y poblados más lejanos de la sierra Del Nayar, o a las aguas de la presa Aguamilpa, crece un guapinol que sabe del nacer de todos los habitantes del pueblo y a muchos, también, los ha visto pasar dentro de ataúdes.

 

Al pie del guapinol hay dos piedras grandes y negras, volcánicas, como si fueran gemelas.

Antes de que hubiera carretera, los muertos eran llevados en hombros a través de una vereda de tierra roja, con zacate grande a los lados y mucho lodo en tiempo de lluvias. El avanzar con los muertos era lento, para evitar al máximo alguna caída y porque los hombres que cargaban el ataúd apenas cabían en la angosta vereda. Solía haber voluntarios que caminaban al frente, machete en mano, limpiando el camino. Llevaban el pantalón arremangado para no enlodarlo. Y ahí atrás se veía una fila larga de personas acompañando al difunto.

Entre la gente de Puga existe la versión de que aunque la carretera a San Fernando debió pasar por donde está el guapinol, los más ancianos de entonces pidieron que fuera respetado, por las leyendas que han surgido en torno a él. Y así sucedió.

He oído mágicos relatos sobre ese árbol a cuyo alrededor crecen agualamos y nanchis, desde cuyas ramas deben divisarse los sembradíos de caña, de maíz y de maguey.

Me encantó, me sigue encantando el recuerdo de una frase pronunciada por un familiar hace más de 30 años, para referirse al estado de salud de algún paisano que estaba enfermo.

- ¡Ya va llegando al guapinol! –decía, con un tono de resignación-. Lo anterior significaba la gravedad de la persona. 

Pero si después alguien comentaba que el enfermo ya había pasado del guapinol, la deducción era obvia: ya no tenía remedio y pronto moriría. Y sí, en breve se cumplía el pronóstico.

Por otra parte, hay enfermos que después de procesos largos de internamiento en hospitales su salud mejora. 

- ¡Ése ya se regresó del guapinol! –se escucha comentar-.

El guapinol ha sido, entonces, el mejor termómetro para explicar el estado de salud de los pugueños, y quien pasa esa línea se va al panteón, al mundo solitario de los muertos. 

Es un árbol que nos permite bromear con la muerte.

La leyenda entre los pugueños indica que las hojas del guapinol representan cada una de las lágrimas lloradas durante un sepelio. Si el muerto era querido y se le lloró mucho, en los días siguientes el árbol seguramente tendrá un follaje tupido y verde, pero si hubo pocas lágrimas parecerá reseco.

Muchas veces ha sido comentado que al pasar frente al guapinol con un muerto, hay gente que se suelta en llanto para cumplir con la tradición, no porque las lágrimas broten de dolor.

Y más: se afirma que entre esas ramas jamás hay nido de aves y que si algún pájaro se detiene ahí por casualidad, con seguridad alguien morirá ese día.

Con razón mucha gente jamás se detiene al pasar frente al guapinol o ni siquiera voltean a ver. Los que montan a caballo los hacen trotar para alejarse rápidamente. Los que van a pie a sus parcelas caminan por el extremo opuesto. Se prefiere el calor que detenerse bajo su sombra. 

Y si de casualidad alguien oye el chiflido de un pájaro por el lugar, ese día seguramente se irá a la iglesia a suplicar por su vida.

Los comentarios transmitidos generación en generación también describen los momentos de lucha del guapinol, cuando alguno de los recién sepultados quiere regresar al pueblo en la noche, con los suyos, pero él lo impide y se pone a platicar con el nuevo muerto para calmarlo y para que acepte que acá en el camposanto tendrá todo el tiempo para esperar a los que quiere, a la vez que estará reunido con otros fallecidos que también lo amaron.

Las dos piedras al pie del guapinol fueron producto de una de las primeras luchas. Según la leyenda, se trata de una joven pareja fallecida en accidente vehicular que horas después de la sepultura se desgarraba por regresar a toda costa con sus hijos, pero fueron contenidos a la fuerza, agotados los argumentos. 

Se afirma que es el único caso donde el guapinol no los regresó a su tumba, convencidos de su destino, sino que prefirió convertirlos en piedras, a sabiendas de que con frecuencia los hijos pasarían por ese lugar y podrían verlos.

Cuando era niño muchas veces fui al camposanto con mi papá y mi mamá a sepultar muertos ajenos, ancianos del barrio, parientes lejanos, y lloré más por el impacto del drama que hacían sus familiares cercanos que por la pérdida del ser humano. Eran lágrimas sin dolor, aunque creí entonces que debieron contabilizar en alguna de las hojas verdes del guapinol.

Desde siempre he oído dos preguntas después de un sepelio: si fue mucha gente y si se le lloró al muerto.

Los relatos en torno a ese guapinol, paisano mío, me han encantado por siempre. Basta cualquier referencia para que vaya en busca de quien la emitió para oír la versión.

*

La construcción de la carretera hacia los poblados vecinos acabó con el traslado de los cuerpos en hombros, pero no con las historias que se transmiten por generaciones. 

Muchas veces he ido al camposanto y una de tantas tardes de sepultura, una tarde fresca y nublada de noviembre se me aferró en el interior un dolor inmenso: en el ataúd no estaba un muerto ajeno para ir a curiosear, para ir a pasar la tarde y oír llorar a otros, sino el cuerpo de mi papá. Así me encontré con una muerte real, no desconocida. 

No recuerdo si lloré al pasar frente al guapinol o si alguien más lo hizo, no puse atención a ello, ensimismado en recordar la más constante figura que guardo en la memoria de mi papá cuando yo era niño: caminando hacia la casa, de regreso de la parcela y con su machete caguayán en la mano derecha, siempre de sombrero y camisa manga larga, con un doblez entre el codo y la muñeca de las manos.

Lo recordé, niño yo, volviendo de trabajar como obrero del ingenio azucarero, con un casco rojo en la cabeza. 

Recordé sus manos gruesas, rasposas por el trabajo, pasándolas por mi espalda, antes de dormirme en su cama del lado de la pared. Y esa misma tarea hacía con mis hermanos, todas las noches y sin que ninguno le faltara.

Lo recordé feliz en alguno de sus cumpleaños, comiendo el pozole que preparaba mi mamá. Mi mamá era su brazo derecho, y mi papá el de ella. Se habían “juido” en la adolescencia: ella de 15 y él de 18. Tuvieron 10 hijos.

Recordé cuando al salir de la misa con su cuerpo mi mamá preguntó por él, buscándolo siempre y sin darse cuenta: “¿dónde está Lupe?”, y volteó a verme con una tristeza indescriptible. La pregunta quedó mágicamente en el aire porque mi papá ya no podía responder.

Lo recordé en su parcela, limpísima siempre, disfrutándola. O mirando al cielo en el verano, esperando que lloviera en sus tierras. Lo recordé dándome agua recogida con sus manos juntas de un arroyo limpio. Yo tendría seis o siete años y sorbía.

Lo recordé contando magistralmente los relatos de apuñalados y asesinados de su época, de un hombre acostumbrado a las armas que una vez le dijo: “todos, hasta los que se dicen valientes, tenemos miedo cuando hay balazos”. 

Lo recordé unas semanas antes de morir, haciendo una reflexión sobre el vicio del cigarro: fumó más de 55 años seguidos, sin interrupción. Pero cuando los pulmones no pudieron más y enfermaron, decía que no se le antojaba uno más. Se preguntaba por qué no había dejado de fumar años anteriores.

Horas antes de su muerte, despertó de un sueño en el que hubiera querido estar por siempre: platicó que cerca de la parcela empezó a caminar por un arroyo entre piedras lisas, bajo la sombra de árboles altos y con flores a las orillas. Mientras más avanzaba, más agradable sentía el fresco en los pies y que después recorría todo su cuerpo.

Era un sueño del que despertó pero al que quería regresar.

Aquella tarde de noviembre regresé del panteón caminando. En noviembre oscurece temprano. Sólo al pasar junto al guapinol puse atención en sus hojas y en el cúmulo de leyendas que lo rodean. Y por cierto, tenía muchas hojas verdes.

*

Junto al camposanto pasa un arroyo, el mismo que más arriba cruza por Potreritos, zona de parcelas.

Ese arroyo, que en los meses de primavera se reseca, ha servido para que, aún en este tiempo, haya venados y en buena cantidad, pese a que cada vez aumenta el gusto de muchos por la cacería. 

Una extraña venada, blanca y robusta como las nubes sin agua, suele arribar al guapinol en las noches. Junto al tronco descansa por horas y luego se va, nadie sabe a dónde. Muchos dicen haberla visto, incluidos los cazadores nocturnos, pero jamás nadie ha intentado dispararle. Los que llevan su rifle en mano siguen de largo. Todos temen que los alcancé una maldición.

Incluso, el crecimiento del pueblo ha llegado cerca del panteón. Muchos solares han sido cercados pero alrededor del guapinol nadie se arrima.  

Nadie quiere trastocar las historias que lo envuelven.

Y ahí sigue ese viejo árbol viéndonos pasar, aumentando los comentarios sobre enfermos que ya van llegando al guapinol, los que ya pasaron o los que afortunadamente pudieron regresar. Y siempre, en algún momento olvidando la referencia cuando llevamos a nuestros muertos. 

 

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