* Son las vivencias convertidas en recuerdos, como los tienen todos en sus vidas y de lo que estamos hechos.
* AVISO a lectores:
Unos Simples Dibujos forma parte del libro de relatos La Generación del Cacahuate -130 pesos-. Está a la venta en la librería de la Biblioteca Magna de la Universidad Autónoma de Nayarit; la Asociación CECRIF, avenida Principal 81 del fraccionamiento Los Limones; la librería Alas de Papel, Brasilia 42 casi esquina con avenida Del Valle, Ciudad del Valle; en Compostela, en los establecimientos de Arte en Piel Ibarría.
Este día se me van apareciendo dibujos de mi vida y en el que hoy observo está la cara de mi mamá. Veo en el espacio que divide sus ojos, en su frente y en la forma de sus cejas una decisión latente que resbala por sus sienes y por la parte alta de su nariz, grande, recta, siempre en alerta.
Pienso con este dibujo de mi mamá, que me hace falta invitarla al cine, al parque y al mar, que necesito platicar más con ella para reírnos de algo o de alguien -y vaya que mi mamá tiene sentido del humor-: "¿no que no existe El Chupacabras?", nos dijo un día en nuestra casa y con un movimiento en sus ojos nos señalaba a la calle. Y ahí vamos sus hijos a ver, y nos encontramos a un conocido a quien desde entonces identificamos así: "El Chupacabras".
Pero también quiero acompañarla en sus preocupaciones o cuando recuerda la muerte de mi hermano Tomás, pequeño, un niño de dos años y de quien tenemos una fotografía en el ataúd blanco y junto a él, mi papá de pie, de algunos 22 años, delgado y triste a más no poder. No sé quién tomó la fotografía hace unos 60 años.
En otro dibujo que encuentro, la veo dormida. Sus labios son delgados. Está de lado y descansa su cara sobre sus manos blancas colocadas en la almohada.
No puedo llamar arrugas a las grietas que cruzan por sus cachetes, porque creo que ahí están reflejados su niñez de huérfana, sus tantas amigas que la buscan, las rosas que planta y riega, sus 10 hijos nacidos en parto natural y que amamanta, mi papá, sus risas y sus preocupaciones, su mamá cuyo rostro no recuerda, su papá siempre presente.
Mi mamá sabe ganarse a la gente. En otro dibujo la escucho enamorar a las muchachas porque a todas les dice que son bonitas, y a las madres las encanta insistiendo en lo hermosos que son sus hijos. Y por supuesto a los hombres les da por su lado: “¡mira cómo se parece este niño a ti, tiene la misma cara!”. ¿Y a quién no le gusta oír eso?.
En un dibujo la encuentro adolescente, de 15 años en el comisariado ejidal de Puga. Es una época donde a la reina del pueblo la eligen ahí y sólo hay dos aspirantes: mi mamá, que representa a los campesinos, y otra joven, candidata de los obreros. Y mi mamá gana y mi abuelo Ismael Camacho le compra un vestido nuevo.
La encuentro en un dibujo cuando regresa de La Higuera o Las Ramadas, que son unas pilas grandes con agua que ahí nace y donde las señoras van a lavar y regresan con una tina en la cabeza repleta de ropa limpia.
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En otra hoja blanca de dibujos la veo barriendo la calle un domingo, porque ella siempre es limpia, de baño diario. La encuentro preparando la cena y el café de olla donde todos estamos juntos mientras llueve, o guardando ropa en la piyamera de una cama, de esas que ya no hay. Ahí también guardamos aguacates para que maduren pronto. La veo despierta en la madrugada y sólo puede dormirse hasta que han regresado todos sus hijos. “¡Qué horas son estas de llegar!” -exclama en tantas noches-.
En uno más de estos dibujos siento sus manos curándome una herida en la espalda, porque un perro recién me ha mordido.
La veo bailar con mi papá y cantar en una fiesta en nuestra casa. La veo haciendo un viaje a Talpa con muchas señoras que la buscan, que la quieren y le dicen que irán sólo si todavía hay lugar en el camión donde ella va. Y es que mi mamá es la de las bromas, la que las hace reír.
Rescato otro dibujo donde regresan de Tepic mi papá y mi mamá. Nos traen elotes asados. Son tiempos en que voy al puesto de don Úrsulo o al de doña Chana, frente a la iglesia, y pago una moneda para poder leer las revistas de Kalimán y el Lágrimas y Risas que llegan cada semana.
A unos 30 metros está el rastro y hay que estar listos para ponerse a salvo cuando llegan hombres a caballo, arreando algún toro o vaca que serán sacrificados. “¡Hay traen un toro!”, grita una señora, La Chata, y todos corremos para evitar el peligro. El animal intenta sacudirse la soga en el cuello pero es imposible. Y unos minutos después se escuchan sus bramidos ante la muerte. Me asomo a ver desde el cancel y el olor de su sangre me alcanza y el rojo espeso corre por el callejón del rastro, entre la tierra colorada.
Veo a mi mamá una mañana acompañada de mis hermanos mayores, niños, caminando rumbo a la parcela donde trabaja mi papá. Le llevan comida. La escucho decir: “eran tiempos en que se respetaba a la mujer, en que nadie te faltaba el respeto”.
En una nueva hoja de dibujos va entrando a la casa, trae una mantellina en la cabeza después de ir a rezar un novenario por la muerte de una anciana del barrio.
Son tiempos en que la muerte es ajena.
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Este día, en el recuerdo encuentro dibujos de mi papá y las líneas me llevan a sus parcelas de caña. Ahí lo veo trabajar con su machete afilado. Ahí lo plasmo un tiempo más atrás, muchacho en la cosecha del maíz, cargando en la espalda una canasta enorme y llenándola con mazorcas.
En este álbum de dibujos encuentro sus gritos en una mañana de miedo en la parcela:
“¡Tráiganme piedras, tráiganme piedras!”, escucho que grita a dos niños de 11 y ocho años para ayudarse a matar una víbora de cascabel en la parcela. Es septiembre, uno de los meses en que son más peligrosas porque ya andan en brama.
Esos niños somos mi hermano Quiqui y yo, apresurados a la orilla de la parcela buscando piedras mientras suplicamos: “¡ahí déjela, vámonos, vámonos!”…
En el dibujo lo veo cortando una caña y escucho los golpes que lanza: “¡zas, zas, zas!” que buscan al animal que levanta la cabeza y trata de morderle un brazo. Es un pleito en segundos. Lo veo tirándole piedras y luego rematarla con el machete, cortándola en pedazos.
Mi papá tiene 45 años y me impresiona. Lo veo sudar, lo escucho: “si la hubiera dejado aquí, se hubiera anidado”. Esa tarde regresamos por veredas de El Encinal, bebemos agua en un arroyo en el que crecen colomos y una higuera enorme, vieja. Mi papá me da el agua entre sus manos juntas, gruesas por el trabajo en el campo.
En otro de los dibujos veo la quema de la parcela, la lumbre alta y entre anaranjada y amarilla, tras de hacer la guardarraya por la orilla. Me gusta el olor pegajoso de la caña recién quemada. Me gusta ver el tizne que se eleva grande y poco a poco cae en pedazos. Nos enseña que la quema debe ser temprano para aprovechar el aire que vuela hacia el poniente y evitar quemar otras parcelas.
Quise dibujar sus manos gruesas que me soban en la noche hasta dormirme. Tengo seis años. O cuando con su sombrero me echa aire para que calme el calor, mientras estoy de lado y rasgo la pared de adobe, encontrando mil figuras en esos pequeños pozos que hago. En esa pared veo animales, demonios, gente que va pasando porque en la noche siguiente han desaparecido.
En el dibujo de este día aparece su casco color rojo que usó muchos años como obrero.
Sigo buscando y en otra hoja blanca encuentro unas sillas en las que nos acomodamos y lo escucho platicar relatos que animan la imaginación: de cuando dos hermanos de Puga se liaron a cuchillazos con dos hermanos de San Fernando, ahí afuera de nuestra casa hace más de 60 años. Y ahí aparecen con sangre y pidiendo ayuda los que perdieron, y allá van los que ganaron, los hermanos Ibarra.
En uno más de los dibujos coloca pedazos de cadena delgada, en los dos extremos de una “burra”, que es una madera flexible y que sirve para cargar baldes con agua, colocando la madera en los hombros. Con esa “burra” voy al ojo de agua “El Guayparín”, junto al cual hay una piedra muy grande.
Y ahí está la señora Nacha, contando que sobre esa piedra se aparecen un príncipe y una princesa bailando todas las noches y que ella los ha visto. Y ahí estamos varios niños escuchando, encantados y espantados.
Pero hay un dibujo en el que llego al “Guayparín” de madrugada y no hay nadie más. Avanzo con miedo, enjuago mis baldes de plástico y suplico que el chorro ronco del agua pegando en el fondo del balde no despierte a esos príncipes. Ahí me veo después, llevando el agua limpia y muriendo de miedo porque siento que me jalan por la espalda.
Unos minutos más tarde vacío el agua en una tinaja de barro. Es mi chamba entre los 11 y 14 años, y cumplo pedidos a varias casas en el barrio.
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En un nuevo dibujo veo a mi papá recargado en una pared en una graduación de escuela primaria y a mi hermano Arturo, de tres o cuatro años, sentado en el empeine del pie derecho, donde están los cordones y jugando con sus manos en la tierra. Por varios años ahí se sentaba. Entre ellos veo a una niña, “La Corazona”, como desde siempre llama a mi hermana Norma.
Lo veo tumbando una barda vieja y levantando una nueva al día siguiente, pegando block, colando castillos y dalas. Lo veo enjarrar paredes, trepado en tablas acomodadas en dos tambos.
Lo veo señalar al cielo para que sepamos conocer en las estrellas cuáles son Las Cabrillas y cuál es El Arado.
Lo veo fumar mucho. Lo veo en la casa -nunca en una cantina- echarse su “rebajado” de muchas tardes, una mezcla de alcohol o tequila con Coca-Cola. A mi papá no le gusta la cerveza. Lo veo comer pozole el día que cumple años o en el de mi mamá.
Lo veo contestando el teléfono y lo entero de las noticias en mis primeros años de reportero de nota policiaca.
Lo encuentro muchos años atrás. Mi papá tiene ocho años y lo veo masticando cañas, trepado en una carreta jalada por bueyes y guiada por mi abuelo Tomás Verdín.
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Encuentro un dibujo en que aparecen mi papá de 18 años y mi mamá de 15, el día en que empezaron a vivir juntos y así siguieron otros 55 años.
En estas hojas de dibujos que forman mi álbum veo una noche a mi papá, enfermo y detrás de una puerta, esforzándose por alcanzar su sombrero porque sin él jamás sale a la calle.
En un dibujo los veo el instante que no debería existir porque es el momento que se despiden para siempre. Se habían hecho la promesa de llegar a ancianos juntos, y no se pudo.
Continúo encontrando más y más de estos dibujos como los tienen todos en sus vidas y que siempre nos llevan a nuestro origen, a nuestra infancia y a volvernos a encontrar con nuestros padres:
Esos que echan a volar la atarraya en el maravilloso abrazo con las aguas.
Esos que conocen el murmullo y el canto y el coraje de las olas. De los vientos.
Esos que nadaron por ríos como si fuera un juego.
Esos que saben de ordeñas, de montar caballos y de arrear becerros.
Esos que trabajaron duro en los campos y ese esfuerzo los acompaña siempre.
Esos que un día subieron al autobús de la vida y dejaron a sus padres observando la partida y desde ese momento los esperan el siguiente fin de semana, o el próximo mes, o en las vacaciones. ¡Que los esperan siempre!.
Esos paisanos de Puga que un día se fueron lejos, y lejos lloraron el día que no pudieron regresar a sepultar a los suyos.
Esos que aprecian que hubo alguien que un día puso en sus manos lo poco que había para que fueran a la escuela.
Esa Blanca bonita que nació en Rosamorada, que es maestra de niños y que habla de su tierra y de sus hijos con inmenso amor.
A muchos de estos dibujos los dejo escaparse con el aire, que se eleven en papalotes y regresen a las veredas de tierra colorada, a la lumbre de las parcelas, que se vayan por los arroyos donde crecen zacatales y colomos. Que hallen a esos príncipes del “Guayparín” que nunca se me aparecieron y a los que tanto miedo tuve.
Que se cuelen por paredes de adobes y encuentren a mi mamá, amamantando a sus 10 hijos. ¡Que encuentren a las madres de todos!, que nos cantan, que nos huelen, que nos abrazan.
Que mis dibujos me lleven este día a encontrar el aroma de mis padres.
Encuentro imágenes que están como anidadas en el fondo del ser, pero siempre listas para salir y cimbrarnos o atorarse en la garganta.
Son nuestras vivencias convertidas en recuerdos, la nostalgia de todos por el pasado, nuestras lágrimas y de lo que estamos hechos.
Antes de cerrar este álbum de dibujos me detengo en uno de tantos, de miles más que me buscan, que brotan, que secuestran mis lágrimas y me exigen que no los deje borrarse en el olvido.
Ahí aparezco, niño aún, junto a mi papá y mi mamá, sin saber entonces que un día ya no estarían.
(Una imagen de Puga, desde el cerro. Foto: Oscar Verdín/relatosnayarit)
** Al inmenso recuerdo de J. Guadalupe Verdín Bueno y Petra Camacho Curiel.