* De cuando, sin sentir, llegamos a los 50 años si hace poco teníamos 20; de cuando buscas a los de tu generación y te enteras que algunos ya murieron; de cuando un viudo se enreda en amores con una mujer mucho más joven…y llega a la vejez entre regaños.
¿Qué hacen ahora, en qué trabajan los que fueron mis compañeros de escuela, mis amigos y amigas en alguna época de mi vida?. En la infancia, la adolescencia, la juventud. ¿Qué es de ellos?, se preguntó Germán el día que obtuvo una pensión, producto de una lesión en una de sus manos. Tenía 50 años.
Había trabajado más de 30 años en una compañía de jardinería y sentía la necesidad de buscar a los de su camada. Quería hablarles, escucharles y juntos buscar recuerdos, o tomar cerveza con alguno de ellos.
Germán había hecho de la jardinería algo más que un oficio. En cada siembra y en cada poda se había esmerado, intentando siempre que esas plantas animaran y dieran alegría a una casa y a quienes ahí vivían.
Durante meses se dedicó a buscar y encontró a varios de esos amigos que le hablaron. Y luego me buscó a mí, a quien esto escribe, con una idea: “siento la necesidad de escribir de mis amigos pero no se cómo iniciar. Yo te platico y tú escribe”, me pidió.
No pude resistirme, pero tampoco quería robar su estilo, su forma de contar, y le propuse:
“Va a ser como un cuento, en el que yo no aparezco, en el que todo lo cuentas tú para facilitar la lectura”, y aceptó al instante.
*
Sabía el domicilio de Consuelo y la encontré en la banqueta, regando unas plantas. Caía la tarde y bebía un té. Había sido la muchacha más bonita de mi época juvenil y me pareció así, como siempre, pero con un semblante de depresión: la golpeaba el paso del tiempo, esas arrugas que ya se asomaban, esos pechos blandos que antes tuvieron firmeza, y la variz en las piernas.
Estaba enterado que había sido una mujer golpeada por su esposo y que terminó abandonándola.
Me contó que la martirizaban esas canas saltando todos los días y unas pecas que no se cubren con nada. La menopausia la había entristecido. Me dijo que batallaba para decir su edad. “¡Cómo fue que de repente tengo casi 50 años si hace poco tenía 20!”.
Mientras hablábamos, de la casa salió una pareja de muchachos, un hombre y una mujer. Eran los hijos de Consuelo, hermosos en plena juventud. Esa era la razón por la que tenía 50 años. El tiempo pasaba rápido.
*
Busqué a Sarmiento y hasta entonces me enteré de su muerte años atrás, de SIDA.
Recuerdo que debió tener unos 16 años cuando se juntó con su primera pareja, una adolescente de secundaria con la que tuvo un hijo. Pero pronto se separaron y cada cual agarró su rumbo. Ella encontró un esposo en serio mientras que él, me presumió años atrás, “nada más me dejo querer, las mujeres llegan solitas”.
Me parecía un galán corrientón. Por simple apantalle se había colocado una incrustación de oro en uno de los dientes.
Mucho tiempo fue policía y le encantaba presumir la pistola en la cintura.
Supe que en las últimas semanas de vida su piel quedó carcomida, oscurecida por la enfermedad.
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“Muñeca” me abrazó con firmeza y con una risita amigable. “No te voy hacer nada, muchachón, no hagas caso de todo lo que dicen”, murmuró mientras me jalaba adentro de su casa, sus labios a centímetros de los míos. Olía fresca y como a dulce. Su blusa apretada ofrecía una vista encantadora y jugaba con ello. Imposible no voltear a ver sin querer. Era obvio que esos pechos firmes ya tenían alguna cirugía, e igual su cara.
En el interior de su casa se notaba el lujo.
Se carcajeó un buen rato cuando le dije que escribiría de ella:
“¡Eso no sirve de nada, lo que importa es vivir, Germán, hacer lo que te gusta. ¿Tú lo hiciste, ser un jardinero toda la vida era lo que soñabas o nunca te animaste a romper ese círculo, a salirte de ahí!?”.
Siguió contando:
“Yo no quiero terminar como Consuelo, aferrada a lo que no existe, a la juventud perdida. ¡Quiero vivir mi realidad!. Pero tampoco soy la amante de nadie. Cuando estoy con alguien es porque lo deseo y me siento deseada. Me siento viva. Así es mi vida mi querido Germán”.
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En su taller de fotografía encontré a Martín y me invitó a tomar cerveza. Creo que en mucho tiempo no conocí a una persona con menos gracia que él, opaco, sin novia, pero sorprendió que con los años se convirtiera en un luchador social, defensor del medio ambiente y de los derechos humanos, protagonista de manifestaciones frente a edificios públicos. Había leído montones de libros sobre revoluciones en todo el mundo pero a mí me contó cuál era su principal orgullo:
“Es simple mi cabrón y te vas a morir de risa: estoy llegando a los 50 años y tengo un chingo de pelo y por eso lo dejo largo, no porque sea socialista. No tengo dinero, vivo al día pero me hubiera madreado gacho quedar calvo; tampoco uso lentes y con eso a toda madre”.
A través de Martín me enteré de la muerte violenta de “El Flaco”, emboscado una mañana. De él recuerdo sus eternas pláticas de caballos y peleas de gallos. "El Flaco" manejaba una camioneta cuando se escucharon los balazos que lo alcanzaron una, dos y hasta 10 veces. Aún no llegaba a los 30 años.
Supe también por Martín el terrible deceso de “El Tejano”, de quien prefiero no citar su nombre. Lo recuerdo como un muchacho educado, jugador de futbol y quien una tarde fue hallado sin vida en su casa, ahorcado. Tenía 39 años.
*
Me sorprendió ver a Luis fumándose un cigarro, porque seguro estoy que él no fumaba ni se bebía una cerveza allá en nuestros 20 años. Y ahora lo hacía. Deduje que al igual que Consuelo trataba de volver el tiempo atrás. Vivir lo que no vivió cuando debió vivirlo.
Todos los días, Luis come cebolla, jitomate y ajo para evitar enfermedades. Bebe todo tipo de remedios y por las noches se coloca plastas de crema en la cara.
Su cuerpo apesta. Jamás se casó y tiene una vida sin chispa.
*
La verdad no me detuve en la casa de Gía, un nombrecito raro pero que le queda excelente.
Una noche de adolescencia, en un callejón de pueblo llegamos al beso y de su boca sentí como sal que me recorría los labios. Apenas teníamos 14 años.
Por años vivió fuera de la ciudad y gracias al Internet volví a saber de ella.
Un día le envíe un mensaje, contándola de esa sal que nunca olvidé.
Jamás me contestó.
Siempre la he recordado como una persona firme, de esas que impone y sin titubeos.
*
Conocí a don Marcos en la época que me iniciaba en la jardinería. A su casa grande y con amplio jardín iba varios días por mes y me gané su confianza y la de su esposa María. Entonces tendrían unos 50 años, 30 más que yo. Ella, enferma, me pedía siempre: “joven Germán, quiero que haya flores todos los días porque no sé cuándo me voy a morir”.
Y yo le traía flores de todos colores y de todos lados. Apenas se marchitaba una planta, ya tenía otra nueva, cualquiera que fuera la estación del año. Ella se pasaba horas observando sus flores, hablándoles. Cuando ya no podía sostener su cuerpo, la sacaban en camilla al jardín y con sus manos delgadas acariciaba las flores.
A la muerte de la señora, don Marcos apenas le guardó luto unos meses. Fuerte, adinerado, se sentía joven y se soltó la rienda. Todos los días iba al gimnasio, vestía juvenil y se perfumaba como muchacho en plan de galán.
Un día me presumió: ya tenía otra mujer “y lo mejor”, decía él: 25 años más joven. Le compró una casa –intentó un tiempo que sus hijos no se dieran cuenta de su aventura- y un día me llevó a diseñar el nuevo jardín. La conocí entonces: morena y algo robusta, y con dos niños de su primera pareja. No tenía gusto por las flores.
Poco tiempo después don Marcos dejó su casa, tras un pleito con sus hijos, dos hombres y dos mujeres, y con una de sus cuñadas. Durante la riña, su cuñada le reclamó: "¡mira Marcos desgraciado, te va pasar como los perros de carnicero: vas a tener la carne y no te la vas a comer!"...
Dejé de acudir a la casa grande y sólo continúe en la otra finca, donde vivía don Marcos.
Y como todos, don Marcos se fue haciendo viejo y su riqueza de otros años fue desapareciendo. Un día avisó a la compañía que ya no requería mis servicios y que él, que necesitaba ejercitarse, limpiaría el jardín. En realidad ya no le alcanzaba para pagar.
Me pesó dejar de verlo con frecuencia.
Mucho tiempo después, rozando él por los 75 años, lo encontré en una calle. Había engordado y caminaba lento, varios metros detrás de una mujer 25 años más joven y robusta.
Lo saludé. Llevaba puesto un sombrero, aunque no recuerdo que él usara en años anteriores. En un instante le dije que sentía gusto de encontrarlo y que lo veía bien, fuerte. Intenté animarlo.
Por un momento pareció no reconocerme hasta que finalmente exclamó: “¡ah si, el jardinero!”.
Dijo que se acordaba de mí y me sonrió, pero no hablamos más porque la señora se detuvo un instante para exigirle, levantando la voz, que caminara más rápido. Y ahí se fue detrás, disminuido por completo.
Lo sentí viejo en el alma, sus ropas sucias, con una barba de quien no tiene fuerzas para nada.
Ya estaba pagando la factura.
Don Marcos murió tiempo después, en una edad mayor a los 80 años y en la casa de una de sus hijas. Un día fue por él para que tuviera una muerte con dignidad. Y es que, desorientado y en ocasiones olvidando todo, se perdía con frecuencia en las calles, aunque en sus momentos de lucidez sólo atinaba a pronunciar un nombre: "María, María".
*
Javier llegó por arriba de los 60 años y campante. Compañero en la jardinería, jamás encontré preocupación en su cara, ni prisa ni desesperación. Era de risa y de bromas siempre.
Divorciado cuando tenía unos 50 años, le pregunté si volvería a casarse, a vivir con una mujer:
“¡No, no, no!. Ni lo mande Dios mi Germán. Mira, cuando uno se casa originalito con su novia, a los veintitantos o a la edad que sea, no hay problema, ¿verdad?, pero cuando pasas de los 50 años ya le huelen a uno los pies, le apesta la boca y se vuelve uno pedorro. Además, uno ronca un chingo y nadie te aguanta, más que la esposa original. A uno la esposa lo quiere traer bien planchado y hasta te quita el cabello de las orejas. Nadie más. Yo así me quedo mi Germán y además me entretengo cuando me visitan mis hijos y mis nietos”.
Del buen Javier aprendí a guardar, doblado, un billete en la cartera, donde no se vea para que quede en el olvido. Y es que, a la menor necesidad siempre está ese billetillo oculto para sacarme de un apuro económico.
*
Lino y Andrea fueron mis compañeros de secundaria, se casaron por los 20 años y le dieron solidez a su relación. Vivían de la venta de elotes, cacahuates, tamales, un oficio que Lino heredó de su papá y abuelos.
En la calle, afuera de su casa cocían el elote en grandes tinas, con leña traída del monte, y al caer la tarde salían a venderlo en un triciclo. Lino adaptó un pedazo de tabla en la que Andrea se acomodaba, él pedaleando, atentos a cualquier llamado de sus clientes. Andrea siempre usaba el pelo en una trenza gruesa.
“Haaayyy eloteeeee”, era el grito inconfundible de Lino.
Generalmente regresaban a su casa a oscuras y una noche tomé café con ellos. La casa era acogedora, limpia, de dos plantas. Recuerdo un tapete en la sala, una televisión grande y varios sillones. En la cocina observé un refrigerador enorme.
Sus dos hijas hacían tarea sobre un escritorio grande, cada cual en una computadora, mientras el hijo menor, adolescente aún, se entretenía en un videojuego. Sobre una pequeña mesa de sala observé dos celulares nuevos.
Sentí a mis amigos tratarme con esmero, hacerme sentir bien en su casa, a pesar de que yo estúpidamente les incomodaba, sorprendido de que les fuera tan bien con la venta de elotes.
Lino contó de su diario despertar temprano para ir al mercado a comprar elote del día.
Y ella me dijo que no lo dejaba ir solo a vender elote, desde el día que lo asaltaron una tarde. “Una mujer es respeto y yo siempre voy”, completó Andrea.
*
Por días seguí buscando y buscando a otras gentes para plasmar algo de sus vidas. Algunos renegaron de aparecer en este relato y mejor no hacer referencia a ellos.
Debo confesar que si a alguien quería evitar en esta historia es a uno de mis compañeros de preparatoria, Tomás, “El Tomi”, un muchacho de familia adinerada que había hecho crecer más y más su fortuna. Era un empresario con éxito.
Finalmente lo busqué, a sabiendas de que si evitaba su relato era como mentirme a mi mismo. Algo tendría que contar.
Me preparé emocionalmente la tarde en que subí a su vehículo, un carrazo con valor de varios cientos de miles de pesos. Y tal como lo presentía, bastaron unos segundos para que me hiciera sentir incómodo, ya sea porque no dejaba de hablar por celular o porque apenas parecía poner atención a mis palabras. Me entretuve ojeando un periódico en el que Tomás aparecía jugando golf junto a otros adinerados.
Justifiqué cualquier cosa y le pedí que me bajara, pero entonces me pidió esperar. Se detuvo más adelante, frente a una tienda de abarrotes y bajo para traer dos refrescos. Lo ví sorber, temblorosas sus manos. Siguió avanzando hasta llegar a la parte más alta de una calle y ahí se detuvo. El día se hacía viejo, ya empezando a oscurecer.
“Te agradezco este momento, Germán, te lo agradezco mucho. Quiero que veas algo”.
Bajamos del vehículo y yo, aún sorprendido, creí que nos pondríamos a ver la última luz del sol, pero “El Tomi” me pidió observar al fondo de la calle.
- ¡Haaayyy eloteeee! –allá lejos escuché y reconocí el grito de Lino, pedaleando su triciclo y acompañado de Andrea, como siempre.
No supe interpretar el largo silencio de Tomás, pero sus primeras palabras me quedaron grabadas así:
“Yo envidio a Lino. Lo envidio”, me dijo.
“Podrá dedicarse a un oficio que no le deja mucho, pero ha sabido tener una familia y mira, ahí está su esposa siempre a su lado, en las buenas y en las malas como debe ser”, añadió con la resignación de quien no encuentra en su pareja esos detalles que enriquecen una relación.
No supe qué decir porque de sus palabras brotaba la infelicidad cruda.
Nos quedamos un rato más en la cima de aquella calle. El viento suave del oscurecer nos traía desde lejos los gritos de Lino. Parvadas de cientos de pájaros volaban sobre nosotros, buscando sus nidos para pasar la noche.
Un rato después visitamos la casa de Lino y Andrea, cuyos hijos llamaron “padrino” a Tomás y lo recibieron con gusto. Entendí entonces que les apoyaba en los gastos de la casa, en sus estudios. Con ellos se sentía bien.
Por supuesto aquel encuentro con Tomás fue el primero de muchos más. Quería hablar y me buscaba con frecuencia. Me contó de un debilitamiento familiar, quebrada la relación con su esposa, conviviendo dos en una casa pero donde todo eran corajes, amarguras, reclamos. Decía que su vida se había convertido en un marcaje personal, donde debía dar explicaciones por todo y en la que no cabían los errores, esos sí, remarcados por su mujer.
A los ojos de ella, él era un derrotado.
“Esto es como si yo no existiera, como si mi vida no tuviera un sentido”.
No tenían hijos.
Me contó sobre la muerte de nuestro amigo “El Tejano”. Nadie se quita la vida así por nomás, decía Tomás, sino cuando las fuerzas van agotándose poco a poco, sin sentirlo, por diversas razones. Y debido a ello llega el momento en que pensar en la muerte de uno no es ajena o temida, me repetía.
Tantas pláticas con Tomás llegaron a echar abajo mi idea original de escribir sobre esos de mi camada, porque no quería plasmar únicamente amarguras. En ocasiones me hartaba de oírle y lo evitaba.
Durante mucho tiempo dejé guardados mis apuntes y reinicié por mi cuenta los trabajos de jardinería. Tenía viejos conocidos que de inmediato me dieron cabida en sus jardines. Era mi oficio y me gustaba, aunque resentía la lesión en uno de los brazos.
O solía tomar alguna cerveza con Martín el socialista, e incluso llegué a participar en una de sus manifestaciones. Pero no me cuadraba eso. No me atraía ningún partido político porque los sentía ausentes de un compromiso verdaderamente social.
Sin embargo, todo cambió el día en que Tomás fue a buscarme otra vez.
“Se lo dejé a la señora, y también la casa”, me dijo antes de que le preguntara por su impecable carro. Se había divorciado, dejando en manos de ella más de la mitad de lo que tenían. Aquel día lo noté distinto, recuperado consigo mismo. Yo resumía que no debía darle toda la razón y que alguna responsabilidad tenía en la separación.
Nuestras visitas a la casa de Lino y Andrea siguieron y poco a poco se nos fueron uniendo otros de la camada. Comíamos elote y tamales, generalmente los viernes o sábado.
Pero si pudiera quedarme con un momento de todo lo que aquí cuento, ese se produjo cuando una tarde llegó Consuelo con una jarra de agua fresca y un ceviche por ella preparados.
Recuerdo su leve maquillaje en rosa y alguna pintura en su cabello, pero nada despanpanante. Traía frescura en su cara.
Me pidió acompañarla a una tienda para comprar limones y afuera me contó sus ganas por enfrentar los retos de la vida, de sepultar para siempre la menopausia y no temer a las canas, arrugas, verrugas, varices.
Le dije de esa su belleza natural, dentro de ella y afuera. De que podría tener 50, 60 años o más y continuaría siendo hermosa para nosotros los de su generación.
Consuelo finalmente aceptaba el paso del implacable tiempo. Me tomó de un brazo cuando regresamos a la casa de Lino.
Así seguimos con esas reuniones. A veces faltaba uno que otro de nuestra camada, pero siempre era nutrido el número.
Y en una ocasión se nos unió Gía, cuya sola presencia pareció haberme entumido. Me saludó no como se hace con un desconocido, sino como si hubiera tocado cualquier objeto. Ni siquiera me vio cuando apreté su mano. A diferencia del trato que dio a los demás, conmigo fue terriblemente fría. Tal y como imaginaba, pronto se adueñó de la escena, enganchando a todos en sus pláticas, menos a mi. No me perdonaría que un día la besé.
De plano solitario, aparenté mostrar interés en las tareas de las hijas de Lino y me quedé con ellas, viendo por una computadora. Desde ahí admiraba a Gía: su cara, su voz, su sombra, su risa, sus gestos.
Y de pronto sucedió lo inimaginable. Enérgica, bromeó con el anfitrión:
- ¡Lino, estos elotes están salados, y yo soy muy salada!.
Apenas concluyó esa frase traicionera y me encontré con sus ojos, mirándome espantados.
¡Sí, yo era testigo de esa sal, siempre inolvidable!.
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