Sidebar

03
Mar, Dic

Una cita con un amigo

Cuentos
Typography
  • Smaller Small Medium Big Bigger
  • Default Helvetica Segoe Georgia Times

* Juanjo tenía un sueño menor: lanzarse en paracaídas desde un avión. Y un sueño de gente grande: un día viajaría al espacio. 

* En cambio, a Daniel le atraían las narraciones en las novelas que brotan desde los nervios o por la ansiedad para crear algo nuevo. 

 

 * AVISO a los lectores: Una Cita con un Amigo forma parte del libro de relatos La Generación del Cacahuate (130 pesos). A la venta en la librería Alas de Papel, Brasilia 42-A casi esquina con avenida Del Valle, fraccionamiento Ciudad del Valle; la librería de la Biblioteca Magna de la UAN; y el puesto de revistas Mafalda de avenida México entre Abasolo y Allende en el centro de Tepic.  

 

 Juanjo se pasó toda su vida, cuando de presentarse se trataba, aclarando que ese era su nombre y no correspondía a un apodo.

La breve historia que ahora cuento es la de Juanjo y Daniel, dos amigos desde la infancia y que crecieron en barrios cercanos. 

Daniel nació seis meses antes y fue más que un amigo o un hermano mayor. Era alguien que se sentía querido y admirado por Juanjo. Era su ídolo en todo: en los juegos deportivos que se celebraban en la escuela, en el entendimiento de las tareas escolares, pero más que otra cosa a Juanjo le emocionaba que le señalara cuáles eran las niñas más bonitas de la escuela. 

Juanjo lo veía como un superhombre aunque sólo tuvieran 10 años.

Había quienes le apodaban “Ganso”, pero el que se atrevía terminaba en pleito con Daniel. 

Durante las competencias deportivas le ayudaba a cargar sus cosas o estaba listo para ofrecerle una botella con agua. 

Un día en un salón de clases, Daniel alcanzó a acariciar el cabello de Fabiola, una niña que al voltear creyó haberla visto sonreír y se emocionó creyendo que era su novia, pero eso generó un problema con Juanjo porque quería que la misma jovencita fuera novia de él, a lo que le explicó que así no era la cosa.

En ese momento ninguno de los dos imaginaron que años después aquella niña cálida sería novia en serio de Juanjo y después su pareja. De esa forma Daniel quedó en medio, porque siendo sincero vivió con inmensas ganas de un beso suyo.

Pero si entre Juanjo y Daniel hubo una anécdota que siempre recordaron, fue aquella borrachera que se pusieron una noche en casa del primero, el líder. Ocultos en una mochila, metieron a su cuarto algunos botes de cerveza, suficientes para pronto caer mareados porque apenas tenían 13 años. Los habían comprado en un depósito, convenciendo al vendedor de que cumplían un encargo del papá de Juanjo. Y esa fue idea de Daniel.

El ruido espantoso del vómito se hizo presente y provocó que los padres de Daniel los encontraran tirados en el suelo, por lo que dieron aviso a los de Juanjo. 

Daniel recordaría que aquella noche, ya sentado en su cama, vio cuando el papá de Juanjo lo levantó como muñeco para acomodarlo en su hombro y éste dejó caer los brazos, entre dormido y desmayado. 

Y por supuesto culparon a Daniel, sobre todo por la mentira para comprar la cerveza.

Aquel suceso marcó un distanciamiento obligado por la enérgica mamá de Juanjo, que reclamó que Daniel era una mala influencia, que quizás lo induciría a las drogas y lo cambió a otra escuela secundaria. Fue tajante con todos: ya no quería verlos juntos.

Así, dejaron de frecuentarse. Ya no hacían la tarea  ni practicaban algún deporte y menos hablaban de alguna jovencita.

Cuando se encontraban en la calle se saludaban con un movimiento de cabeza u ocasionalmente intercambiaban palabras. 

Y crecieron.

A Juanjo le atrajo estudiar las ciencias exactas, la física y las matemáticas, el ser analítico frente a los números fríos, el trabajo fino en los planos o el entendimiento de la proyección del sol y las sombras. A simple vista podía calcular la velocidad que alcanzaban las tormentas, mientras que en las noches hablaba del fascinante mundo en que vivimos.

Juanjo tenía un sueño menor: lanzarse en paracaídas desde un avión. Y un sueño de gente grande: un día viajaría al espacio. 

Tenía 30 años y enviaba solicitudes a todas partes del mundo, buscando ser aceptado en instituciones que estudiaban el universo, los amarillentos rayos del sol o la cálida luz de la luna, o que descubrían planetas.

En cambio, a Daniel le atraían las narraciones en las novelas que brotan desde los nervios o por la ansiedad para crear algo nuevo. Ese desesperado correr a solas y de calle en calle para recoger palabras extraviadas, para convencerlas que se quieran como hermanas y juntas nos cuenten historias nuevas, para que un día refresquen la vida de otras gentes, que nos distraigan de ocupaciones diarias y nos lleven con personajes que apenas conocemos y suframos o nos emocionemos juntos. 

*

Pasados los años de aquella época, Juanjo detuvo su automóvil junto a donde Daniel caminaba. 

Lo escuchó gritar, sonriente:

- ¡Daniel, a ver cuando nos ponemos otra!... 

Daniel volteó a verlo con emoción y metió sus manos por la ventana del vehículo para saludarlo. El otro descendió para darle un fuerte abrazo. 

No dejaban de reír. Llegaban a los 30 y tenían años sin encontrarse. 

Desde el interior del carro los observaba la pareja de Juanjo, y hasta entonces Daniel la reconoció: se trataba de aquella niña que lo emocionó con su cabello a sus 10 años. Traía en brazos a una pequeñita que había heredado la cara buena de Juanjo.

Daniel no preguntó, pero su amigo le dijo que aún no estaban casados, que querían conocerse más antes de llegar al matrimonio.

Hablaron de lo que habían hecho en los últimos años. Juanjo era un arquitecto que también sabía de ingeniería civil y de computación, de astronomía, mientras que Daniel estaba metido en la revisión de libros en una imprenta universitaria. Algunas veces publicaba cuentos.

Por un momento, mientras Juanjo hablaba, Daniel dejó de poner atención a sus palabras y se puso a revisarlo centímetro a centímetro: su rostro con alegría infantil, su frente amplia y estudiosa, el cabello un poco largo y lacio y mecido con facilidad por el viento, sus manos delgadas que eran ágiles para mover el compás y trazar los planos, o unas visibles ojeras debido a las noches de desvelo para destrabar problemas de matemáticas.

Juanjo era lampiño, como para no perder tiempo en rasurarse. Ofrecía una sonrisa de esas que dan la gente que te aprecia.

Entonces Daniel se dio cuenta: tenía un amigo chingón, pero hacía tiempo que ya no era su héroe. Juanjo volaba por su cuenta. Tenía casa nueva y le proporcionó su domicilio. 

Insistía que quería tomarse unos tragos con él, o un café, y volteaba a ver a su pareja, contándole de la borrachera de adolescentes que tuvieron. Y ella nada más sonreía, el cabello cayéndole con suavidad en su frente bonita.

- Voy a meter al refrigerador unas cervezas para que estén bien heladas, te espero la tarde que digas –le insistió-.  

Daniel no pudo explicarle que en esos días trabajaba en un libro que tenía retraso, de un autor mediocre, y que él se negaba a publicar, por lo que pasaba horas en la revisión para documentar una trampa. No fue a su casa, además de que, creyó entonces, quizás se trataba de mera cortesía por el encuentro.

Los centros de trabajo y domicilios de ambos quedaban por rumbos distintos y pasaron semanas para que volvieran a encontrarse, pero cuando eso sucedía, siempre preguntaba:

- ¿Para cuándo nos ponemos otra, pues?. 

- Un día de estos, Juanjo, yo te aviso. 

Otro día vino a la imprenta y lo encontró sumergido entre libros y más libros. Daniel sospechaba que aquel autor corriente había copiado parte de un texto y se esforzaba por encontrar las páginas originales para evidenciar que ese libro no valía la pena. Hablaba en voz baja, consigo mismo: “yo lo conozco y sé que está mintiendo. No me gusta ni oírlo hablar. Lo he leído y no es capaz de escribir estas cosas”.

Daniel devoraba los párrafos como si fuera un animal hambriento. Y finalmente exclamó, con júbilo:

- ¡Listo, te agarré cabrón, aquí está el libro original de donde sacaste la copia. Tú libro es basura!... 

Juanjo tenía un rato de pie, hojeando la edición de periódicos que su amigo nunca leía y que otro empleado llevaba todos los días. Daniel no se había dado cuenta de su presencia. Por un momento sus ojos cansados lo vieron borroso. Juanjo se reía, divertido, seguro de su espacio. No quedaba nada de aquel niño que se cohibía por todo.

No le dio muchas vueltas al asunto: invitaba a Daniel a trabajar con él. 

- Yo no sé nada de ingeniería o de arquitectura, ni dibujos sé hacer. 

- Anímate, necesito alguien de confianza que me revise documentos y me ayude en la redacción para los concursos de obras o en las solicitudes que mando a las universidades de todo el mundo, ya sabes, y nadie mejor que tú. 

Le pagaría bien, mucho mejor de lo que ganaba en la imprenta.

Pero la idea no le gustó: Daniel no quería convertirse en ayudante de quien un día fue líder, pero lo más sincero en su interior era que no quería encontrarse con Fabiola.

No, Juanjo –pensaba y repensaba-.

Daniel era de esos tipos que se encariñaba hasta de sus calcetines y tenía miedo de ella, que sin darse cuenta estuviera irrumpiendo en su corazón discreto y que después sufriera y sufriera. La había visto otras veces con Juanjo y lo dominaba su belleza sencilla, exquisita. Simplemente transmitía calidez, confianza. 

Fabiola era transparente como una gota de lluvia. Ella no ocupaba maquillarse o pintarse el cabello. Hasta roncando la imaginó bonita. 

Fabiola nunca le dio un motivo para acercársele y eso era peor: tenía miedo de un día estar parado frente a ella y ser traicionado por una voz extraña que exigía salir, hablar, y que empezara a decirle que un día había empezado a quererla. 

Y si Fabiola lo mandaba por otro rumbo, agradeciendo que la estimara, él rompería para siempre con Juanjo y le diría que no, que no Fabiola, que no era amistad, que lo que él sentía era amor.

No, Juanjo, no.

Le respondió que no, que le gustaba su trabajo y no quería perderlo. 

Juanjo no insistió, pero antes de retirarse y como ya era su costumbre, le dijo que continuaba pendiente un encuentro para tomarse unas cervezas o un café.

- Acabo de regresar de Francia –había ido en busca de un espacio para trabajar con científicos especialistas en física- y traje unos buenos vinos –comentó otro día, ahora si con poca gracia, y él se dio inmediata cuenta, porque los ingresos de Daniel estaban lejos para hacer un viaje por Europa-.

Y a partir de entonces empezó a justificar cualquier cosa, al mismo tiempo que el otro lo buscaba más. Era terco: otro día que vino a la imprenta, Daniel mandó decirle que estaba en una reunión y el joven mandadero regresó con un recado: 

- Me dijo…¿cómo se llama?.

- Se llama Juanjo.

- Que lo espera en su casa para lo que usted ya sabe, el día que quiera. Y sabe qué más dijo sobre unas cervezas. 

En algunas ocasiones se quedaba largos ratos a un lado de Daniel, leyendo alguno de sus cuentos y al final le hacía comentarios: 

- Tu cuento está más o menos. Le pongo un seis de calificación. Me gustó más otro que leí antes. Lo sentí sin idea y sin fuerza, como que tenías prisa por cumplir con el espacio, pero está ausente el sufrimiento o la ansiedad y el hambre del que escribe. No escribas por escribir. Súfrele para encontrar las palabras que necesitas. Búscalas, siempre están por ahí. Un relato es bueno cuando nos atrapa y de repente nos damos cuenta que tenemos la respiración cortada. Tú debes saberlo mejor que yo.

La continua presencia de Juanjo provocaba molestia en algunos compañeros de Daniel, porque agarraban plática de cualquier tema y lo iban deshilando hasta llegar al origen: siempre la niñez. 

*

Pero la insistencia de Juanjo en ocasiones le cambiaba el ánimo. Ya le había dado motivos para que dejara de buscarlo con tanta frecuencia, pero ni así.

A veces se animaba a ir a su casa pero al mismo tiempo se frenaba, nada más de pensar que lo recibiría en una casa impecable diseñada por él, con empleadas, con cerveza servida en copas. 

Le detenía saber que lo vería acompañado de su esposa y su niña, y la imagen de esa familia lo transportaría a la que un día fue de él, porque era divorciado.

Así que finalmente no fue a la casa de su amigo. Pero le buscó un remedio a la situación: se beberían las cervezas que fueran pero no en su casa, sino en cualquier cantina para no sentir compromiso de guardar las formas.

Pero entonces Juanjo desapareció. Se le extrañaba porque cada semana por lo menos pasaba un día por la imprenta. El portero de la oficina no daba noticias suyas. 

Daniel pensó que finalmente se hartó de invitarlo y que no lo buscaría más, justo ahora que lo esperaba.

Una de esas tardes se le encargó revisar un libro que pronto estaría en circulación y ni siquiera pudo trabajar en un párrafo. Se detuvo: ¿qué pasaba con este cuate?, ¿por qué desaparecía así nomás?.

Dejó la silla y caminó unos metros por la oficina, llena de papeles en el escritorio y en viejos anaqueles. Tuvo un extraño impulso y se puso a revisar los periódicos de los últimos días…y ahí encontró a su amigo. 

Se puso la chamarra y salió con prisa de la imprenta, sintiendo un dolor que le recorría la espalda. El responsable de impresión no pudo frenarlo, aunque le urgía que revisara el libro. Se trataba de un hombre bilioso, de redacción cuadrada y que no tenía la minima gracia para nada.

- Si se va, a la próxima no va encontrar este trabajo –comentó en tono de júbilo y de amenaza-.

Daniel no se detuvo. 

*

Se encontró en el barrio buscado y no tardó para localizar la casa diseñada por su amigo. Sobresalía el buen gusto sobre las otras. 

Mientras se acercaba, veía el movimiento de varias gentes. Intentó animarse creyendo que Juanjo estaba por ahí, que había regresado. 

Siguió adelante. En cada paso se abrían más y más imágenes en la finca: las personas se abrazaban con tristeza. En sus ropas llevaban el negro inconfundible del luto.

Le recorría una fuerte emoción. La muerte estaba dentro de la casa de su amigo. Se detuvo en la calle, mirando al interior. Como una última esperanza lo buscó a través de las ventanas. 

Descubrió a Fabiola que lloraba bajito, sin escándalo. Su hija era cuidada por una mujer, afuera en un jardín. La pequeña no tenía edad para entender el deceso de alguien querido.

Subió por unos escalones en dirección a la puerta principal. Con las manos intentó acomodarse el cabello y la chamarra.

Por un momento pensó que Juanjo no podía estar muerto. Que él, tan buena gente que era, había prestado su casa para la velación de algún pobre anciano de su barrio.

Daniel no se detuvo con Fabiola; ella sabía lo que Juanjo le significaba. 

Y ella, pensó Daniel, quizás entendía el por qué de sus evasivas para visitarlo en su casa.

Siguió adelante por la amplia sala, en medio de gente que no conocía. Pasó junto al ataúd y lo rozó con cariño. Estaba abierto pero no se asomó a ver. 

Entonces identificó a los padres de Juanjo y le parecieron viejos, como arrumbados en un sillón. Aunque juntos, cada cual lloraba por su cuenta. La enérgica mamá de su amigo hizo una mueca arrugando la cara, transmitiendo un dolor que la acompañaría toda la vida. Daniel se detuvo con ella, que se puso de pie, y la abrazó con fuerza pero no pudo decirle nada.

Pronto la dejó para llegar a una esquina de la sala;  encontró un sillón y ahí se acomodó. Tomaba aire para no llorar.

Una muchacha delgada, de zapatos, vestido y mandil negros cargaba una charola y ofrecía bebidas y galletas a los visitantes. Se detenía frente a todos y con una voz dulce repetía una tonadita: “gusta café, té, agua”…

Daniel no aceptó, pero hubiera querido que esa joven de unos 22 años se sentara a su lado nada más para oírla hablar. O que dejara la charola y rezara un rosario que no tuviera fin. Tenía la voz de un ángel que venía a darle consuelo. 

Un ejemplar del periódico narrando el accidente de Juanjo pasaba de mano en mano y había quienes murmuraban la noticia. El choque de vehículos ocurrió una semana antes y su amigo, llevado a un hospital, con el paso de los días no soportó tantas lesiones.

Daniel lamentó que una nota así fuera fría, de unos cuantos párrafos, y que el periodista no hubiera hecho un mínimo esfuerzo para incluir siquiera una línea sobre la grandeza de Juanjo, que en serio buscó una oportunidad para profundizar en la física y viajar al espacio.

Un rato después, con menos gentes en la sala, Daniel caminó unos metros hasta un mueble, que tenía fotografías y quería verlas. Una de ellas no era muy clara y la agarró para acercarla a los ojos. Sintió una fuerte agitación en su corazón: eran dos niños en una cancha deportiva. Eran Juanjo y él. El cariño que le tuvo siguió hasta el final de su vida. 

¿Qué había hecho Juanjo para morirse así, tan joven?, se preguntaba y ahora sin detener las lágrimas.

Daniel se negó a sentirse culpable por no haber acudido a las invitaciones de su amigo. No quería cargar con un remordimiento de ese tamaño. Regresó a su sillón cerca del ataúd y trató de distraerse mirando cada detalle de esa muchacha de vestido negro: sus manos delgadas, su espalda honesta, su nariz firme, y esa sonrisa pura que ofrecía a desconocidos.

Las horas pasaron rápidamente aquella noche. La hermosa empleada de negro había sido relevada y otra mujer ofrecía más bebidas.

Pero hubo un momento en que todos oyeron el sonido característico cuando alguien destapa una cerveza en bote. Era Fabiola. Se percibió un murmullo de reprobación pero ella siguió con su tarea, como si cumpliera un último deseo.

Daniel no volteó a verla porque entendía lo que estaba sucediendo. Entonces se sintió aterrado.

Fabiola cruzó despacio la sala, pasó junto al ataúd y se detuvo frente a Daniel que, disminuido, la miró hacia arriba. 

Le alargó la cerveza con una mueca de tragedia en su cara, de coraje y de reclamo, y habló fuerte para que todos oyeran y nadie malinterpretara lo que veían:

- ¡Juanjo la puso a helar hace tiempo, porque un día vendrías. Pero nunca llegaste!. 

Daniel no dijo una palabra. Agarró el bote de cerveza con sus ya temblorosas manos y la acomodó entre sus piernas; Fabiola se alejó de él. El olor amargo escapaba por la abertura del bote, que enfriaba sus manos. 

Esa noche de velorio, Daniel era el único que no tenía compañía. Se sintió profundamente solo. De entre sus ropas sacó un papel y se puso a escribir, invadido de nostalgia: “si por un momento pudiera transformarme en algo, yo sería canción y haría de estas palabras eternas flores para que un día, en algún lugar, una mujer bonita tarareé mis versos y en sus labios exista una parte de mi”.

Y entonces empezó a tomar.

Resulta imposible describir lo que esa cerveza significaba en su garganta. Lo era todo. Era Juanjo. 

Daniel había llegado tarde a una cita. 

(Muchas gracias a los jóvenes que aceptaron la toma de la fotografía para ilustrar este relato) 

 

X

Right Click

No right click