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Sáb, Dic

Un inolvidable viaje por la frontera

Especial
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* De cuando hace 26 años, en una noche fría de noviembre crucé a Estados Unidos a través de Tijuana. 

(Aviso a los lectores: esta crónica cargada de recuerdos fue publicada en noviembre del 2013) 

A propósito del frío que se ha sentido en los últimos días, de ponerse la chamarra, los gorros y guantes si es posible, el pans, busqué algún episodio de mis años pasados donde me hubiera calado el frío. 

Si tuviera que encontrar una noche fría para mi cuerpo, esa fue, si mal no recuerdo, la del 10 de noviembre de hace 26, cuando yo tenía 20.  

Venía de ser un alumno cuyas calificaciones iban de mal en peor, un desastre en la escuela, y no porque fuera un mal estudiante sino sencillamente (lo entendí tiempo después) porque ingresé a la carrera de Bioquímica y me era ajena. El andar en los laboratorios no era lo mío. Por cierto, en el Tecnológico de Tepic implanté un récord que difícilmente me superará otro estudiante: reprobé todas las materias de un semestre, pero echándole ganas para acreditar.

Así entonces pocas semanas después tenía lista una maleta con destino a Estados Unidos, pero sin pasaporte. Era finales de octubre o principios de noviembre de 1987.

Puedo asegurar que si ahora me encontrara en una situación similar no haría ese viaje, pero en aquel tiempo, cuando todo mundo ya  sabía que me iría, era imposible rajarme. 

Recuerdo que en el ómnibus que me llevó a Tijuana me toqué mil veces los pies a la altura de los calcetines. Ahí escondí el poco dinero que llevaba. Y hacía mucho frío. Mi papá y mi mamá me despidieron en la central camionera de Tepic con un abrazo enorme, cálido. 

***

Atrás quedaron la escuela, la casa con calor, la protección de la familia y me encontraba en una inmensa frontera buscando pasar del otro lado. 

Viví unos días con unos familiares a quienes traté de darles la menos lata posible; me ofrecía en quehaceres de la casa mientras trataba de engancharme con algún “pollero” para cruzar al otro lado. Le di tierra a las plantas y barría diario el corral. Recuerdo que dormía en un sillón enorme, en el que en las noches caía como tabla. A veces salía a caminar y comía tacos en la calle. Supongo que Tijuana no era lo que ahora nos cuentan, con las matanzas en apogeo.

Pero la hora de la verdad se presentó el 10 de noviembre. Esa noche un grupo de hombres intentaría cruzar la frontera, yo entre ellos, un novato en ese mundo.

Me sentí aliviado cuando supe que el jefe de una familia vecina a la de mis parientes participaría como “pollero” y a él le fue encargada mi seguridad por parte de Elena, mi prima hermana, una señora a quien le he de agradecer aquel gesto enorme. Me encargó como si fuera su hijo.

Unos sándwich me fueron preparados aquella tarde. Partiríamos al caer la noche y, Dios mediante, en el oscurecer del día siguiente estaría en casa de mi hermano José en California.

Caminaríamos toda la noche, por los cerros, nos advirtió don Meño, el jefe de la travesía, un señor delgado, de algunos 60 años y sin miedo a nada. Desenvuelto, relajado. Cuando lo vi por primera vez me hizo recordar aquel indio caza ballenas de la película Mobi Dick.

Don Meño nos advirtió: en caso de ser detenidos nadie debería identificar a los líderes del grupo porque eso era peligroso tanto para el jefe como para el soplón. Todos entendimos.

En total éramos 11 hombres los que partimos de la casa vecina a la de Elena. Tres eran “polleros” y los otros ocho, indocumentados. Por cierto que los siete jóvenes en similares condiciones a la mía se conocían entre si; venían de un pueblo de Michoacán y algunos eran familiares. Yo fui, pues, el único desconocido del grupo.

De aquel grupo me quedaron grabados don Meño y Germán, uno de los michoacanos.

Semanas después me llamó la atención que un guatemalteco me preguntara si Michoacán es un estado grande. Decía que casi todos los mexicanos que conocía en Estados Unidos eran de Michoacán. Y a Nayarit nunca lo había escuchado.

***

De cualquier forma el hecho de que Elena me hubiera encargado especialmente con su vecino motivó que hubiera alguna consideración conmigo. 

Don Meño dio la orden de que saldríamos de Tijuana divididos en grupos de tres o cuatro, pero “a una vista”, es decir, sin dejar de observarnos un momento pero tratando de no llamar la atención.

A mi me tocó irme con el jefe Meño en el último grupo. El tercero de los guías era un tipo de algunos 30 años que hablaba muy poco. 

En una bolsa llevaba mis sándwich y no había aceptado más comida para evitar ir al baño y apartarme de los otros. 

Y ya habíamos caminado algún kilómetro por aquellas calles de la colonia, que casi estoy seguro se llama Murúa, de Tijuana, bajo la poca luz del alumbrado público, cuando oímos que alguien gritaba a lo lejos.

- ¡Oscar!, ¡Oscar!...

Me pareció oír mi nombre pero no tenía tiempo para indagar porque el paso que llevábamos era fuerte.

- ¡Oscarrr!...

- ¿No te hablan a ti? –me preguntó don Meño-.

Nos detuvimos un momento y vimos a un hombre que corría hacia nosotros. Ya casi no traía aliento. Era don Lupe, esposo de Elena que me traía una bolsa con algunas naranjas y me deseaba mucha suerte aquella noche.

Don Lupe murió unos años después pero ese gesto que tuvo es inolvidable, tanto que el jefe Meño sonrió a pesar de que los gritos pudieron habernos descubierto. Don Lupe quiso despedirse de mi pero cuando regresó del trabajo yo acababa de partir.

***

Los 11 de la travesía nos reunimos a las orillas de la ciudad y continuamos la marcha juntos, por los cerros. El vecino de mis parientes mostraba miedo, a diferencia de Meño que cargaba una seguridad impresionante. Nos condujo por veredas que conocía no como la palma de sus manos, sino como si él las hubiera trazado. En aquella época aún no se construían muros en la frontera.

Nunca había sentido tanto frío como esa noche de noviembre. Me parecía que éramos como nada. Podía pasarnos cualquier cosa y nadie encontraría nuestro cadáver, decía en mis adentros. Una mordedura de víbora sería mortal porque quién iba a cargar con un desconocido.

Durante la caminata procuré no quedarme atrás, sino siempre ir cerca de los que caminaban adelante. 

Recuerdo que atravesamos dos o tres ranchos donde los perros ladraban y amenazaban con mordernos. Ahora me vienen a la mente los ranchos cuyos dueños han cazado indocumentados como si fueran animales.

Caminamos toda la noche, observando el cielo donde a lo lejos se veía la luz de los helicópteros de la migra. En la madrugada del 11 de noviembre, mientras atravesábamos una planicie del desierto, con árboles chaparros, nos preocupó que un helicóptero volara a poca distancia de nosotros. Su enorme reflector no nos había detectado pero venía en dirección nuestra. Todos echamos a correr en distintas direcciones para buscar un escondite pero para fortuna nuestra el aparato giró en otra dirección.

En ese momento pensé que era preferible que me atraparan y me regresaran a México en lugar de perderme en aquellos montes.

Pero antes del amanecer llegamos a un lugar donde descansamos más de una hora. Me comí los sándwich y compartí las naranjas. Un suéter era insuficiente para calmar el frío. Mi cuerpo temblaba. 

El michoacano Germán y yo tuvimos una plática breve y se desahogó conmigo, quizás porque éramos desconocidos: me dijo que en un pueblo cerca de La Piedad, al final de una calle en bajada y rodeada de muchos árboles, vivía una muchacha con finas ojeras y con la que él podía hablar, recargarse, identificarse. Nada más tuviera dinero se regresaría para casarse con ella. 

- ¿Es tu novia? –le pregunté-.

-  No, pero yo sé que me quiere y ella sabe que siempre la he querido.  

Su plática me encantó.  

*

A unos 200 metros de donde nos encontrábamos pasaba una carretera de dos carriles y ahí nos recogería otro grupo de la banda de polleros en una camioneta tipo Vens. La parte de Meño y los otros dos ahí finalizaba.

Cuando clareó la mañana me aparté del grupo para orinar pero me regresé apresuradamente cuando descubrí a dos sujetos a unos 50 metros de distancia. Inmediatamente comuniqué a Meño y nos puso alerta. No pasó del susto pero nos había pedido que nos armáramos con piedras.

La hora pactada para abordar la Vens se acercaba y la indicación fue sencilla: correríamos en varios grupos y nos pasaríamos del otro lado de la carretera. Pecho tierra esperaríamos que una Vens pitara varias veces, señal de que debíamos ir junto a la cuneta y esperar escasos segundos para que diera vuelta y nos recogiera.

Así se hizo. Un alambrado de púas lo pase fácilmente arrastrándome, aprovechando que estaba delgado. Pero en las tantas carreras mi pantalón quedó roto de la parte baja. Tenía 20 años y buena agilidad. 

Sobre mi cabeza oí pasar varios vehículos. La mañana avanzaba y sentía calor. Mi suéter lo traía amarrado a la cintura. Mi respiración era de locura.

Cuando se detuvo la Vens y alguien abrió las puertas traseras desde adentro, fui de los primeros en subir, acomodándonos todos como si fuéramos enchiladas.

Partimos inmediatamente y todo marchaba bien, a no ser porque el chofer era un joven tipo cholo que manejaba como le venía en gana. Su tarea era llevarnos a unas huertas de aguacate donde volveríamos a caminar pero en menor tiempo, para que luego nos recogiera otro vehículo que nos llevaría finalmente a Los Ángeles.

Acostados en la Vens, los michoacanos y yo comentamos que el cholo manejaba peligrosamente, poniendo en riesgo nuestras vidas. Le pedí que manejara más despacio y por ello me lanzó un frasco de yogurt cuando había finalizado el trayecto. No recuerdo si el envase me alcanzó un pie o pasó a un lado. Nadie reaccionó a la agresión.

En la segunda ocasión la caminata fue de alrededor de una hora. Nos acompañaba otro guía que nos entregó del otro lado de las huertas, otra vez a un vehículo que nos condujo, creo, a uno de los barrios más peligrosos de Los Ángeles.

No se nos permitió ver el lugar pero al bajar del vehículo noté callejones oscuros y vi a mujeres y hombres descuidados, la casa donde entramos con cosas tiradas por todos lados. Recuerdo a una mujer con una camiseta blanca y larga, observándonos detenidamente.

Nos llevaron a una habitación y hubo refrescos para nosotros. A los siete de Michoacán les faltaba un trecho porque se dirigían a Chicago y yo era el único que se quedaba en California. Me pidieron el teléfono de mi hermano y se comunicaron con él. Pactaron el encuentro en el estacionamiento de un centro comercial. 

Abordé un vehículo con un sujeto y unos 30 minutos después me encontré con mi hermano. Y como en las películas de delincuentes, pagó el dinero acordado y cambié de carro. Yo era el paquete. Mi hermano me llevó a su casa. Hambreado, esa noche comí el mejor sándwich de atún de mi vida preparado por mi cuñada Rosa. 

Hasta entonces me di cuenta que traía raspaduras en el cuerpo. José comentó que quizás con el tiempo vería de otra forma la experiencia de cruzar la frontera de esa manera. Y tenía razón.

***

Por eso cuando escucho a un familiar, a un sobrino o al hijo de un amigo que se va a la aventura, buscando pasar la frontera sin documentos, no hago más que desearles que tengan el mejor de sus viajes.

El peligro abunda porque no sólo es la frontera de Estados Unidos con México, sino una frontera con América Latina. 

Y ya sé lo que se siente.

Así, 26 años después, de repente brotan las imágenes de aquella noche fría.  De don Meño, todo un cabrón de la frontera, y de Germán, seguramente viviendo en Michoacán con su adorada muchacha de finas ojeras, en una casa bajo la sombra de grandes árboles.

 

(Una imagen de cmdpdh.org)

 

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