* Cada quien a su manera hay que honrar a nuestros muertos, seguros de que, desde alguna parte, siguen nuestros pasos.
Este Día de Muertos se suele caminar lento en los panteones de pueblo. Las gavetas están pegadísimas y se forman diminutos caminos que parecen laberintos.
Cada tumba revela los nombres de gente que conocimos y que, se dice popularmente, “nada más se nos adelantaron”.
En las placas leemos la fecha de nacimiento y el día en que ocurrió la muerte, una información básica para darnos cuenta que nos toca poca vida frente a la inmensidad del tiempo.
Limpiamos y pintamos las gavetas. Es buena señal de que seguimos queriendo a quienes están sepultados.
Les llevamos flores frescas o coronas que durarán varios meses. Ahí nos quedamos a comer o tomamos el mismo refresco que en vida les gustaban, o el agua fresca o el bote de cerveza.
Hay quienes llegan a la tumba con un mariachi o una banda, dispuestos a gastar una importante suma, con la creencia de que el familiar muerto estará escuchando sus canciones favoritas.
Finalmente de eso se trata: cada quien a su manera hay que honrar a nuestros muertos, seguros de que, desde alguna parte, siguen nuestros pasos.
Nos animamos al continuar con una tradición: no los podemos dejar solos. No en este día.
Poco a poco les vamos llorando menos porque, como alguna vez alguien escribió: “el tiempo todo lo amansa”. Un panteón es el mejor ejemplo de eso.
Y al caer la tarde del Día de Muertos, nos retiramos del camposanto seguros de que, como también se dice, algún día nos volveremos a encontrar.
(Foto: Eduardo Verdín/relatosnayarit)